La infidelidad es uno de los temas más recurrentes en la consulta terapéutica de parejas. Se presenta con múltiples caras: desde un beso, un coqueteo, una reacción en redes, hasta un un encuentro íntimo fuera del acuerdo relacional. ¿Dónde empieza y dónde termina la fidelidad?
El mito de la fidelidad como exclusividad absoluta
Históricamente, la fidelidad se ha asociado con la exclusividad sexual y afectiva, particularmente en los modelos monógamos tradicionales. Esta noción, profundamente influenciada por normas religiosas, jurídicas y culturales, define la fidelidad como el compromiso de no compartir el cuerpo, el afecto o incluso el pensamiento erótico con otra persona que no sea la pareja.
Pero ¿es posible o deseable una exclusividad total? ¿O se trata más bien de una ficción que garantiza cierta seguridad emocional a costa del deseo individual? Lo cierto es que las fantasías, los pensamientos sexuales y la autoexploración forman parte de la vida íntima de cualquier persona, más allá de su situación vincular.
El porno aparece en este contexto como un terreno pantanoso. ¿Es un tercero simbólico? ¿Una infidelidad virtual? ¿Un recurso autoerótico? ¿Una amenaza?
El consumo de pornografía acompañado de autoestimulación ha sido una práctica frecuente (y estigmatizada) durante décadas. Muchas personas han comenzado a cuestionarse si el hecho de que sus parejas consuman porno implica una forma de engaño o deslealtad.
Ver porno y masturbarse no equivale a tener una relación paralela, ni significa necesariamente un interés romántico o erótico por otra persona real. Se trata de una experiencia personal, íntima y no vinculante. A diferencia de una infidelidad en términos clásicos, no hay intercambio con un otro real ni rompimiento de un acuerdo concreto (salvo que explícitamente se haya pactado la exclusividad incluso en lo autoerótico, lo cual también merece revisión).
En este sentido, muchas personas confunden “sentirse mal” o inseguras ante la conducta del otro, con el hecho de que esa conducta sea infiel. Es importante distinguir entre una emoción válida y una interpretación o atribución de sentido sesgada.
Celos, inseguridad y el mito de “todo debe compartirse”
Una de las raíces más profundas de este tipo de conflictos es la creencia de que en un vínculo, todo debe compartirse. Esta idea romántica (pero poco realista) lleva a muchas personas a esperar que la otra no tenga espacios íntimos, secretos, ni prácticas individuales, como si el deseo debiera estar siempre al servicio de la vida en común.
La autoestimulación, y particularmente aquella acompañada por pornografía, se convierte entonces en una amenaza. La pareja se pregunta: ¿por qué necesita eso si me tiene a mí? ¿No soy suficiente? ¿Está deseando a otras personas? ¿Se está masturbando pensando en alguien más?
Este tipo de cuestionamientos suelen estar más ligados a inseguridades propias o a mandatos románticos internalizados que a un acto de real deslealtad.
El porno como chivo expiatorio
El porno ha sido históricamente un blanco fácil de críticas. A menudo se lo señala como causa de insatisfacción sexual, dificultades sexuales, desinterés por el sexo en pareja o incluso infidelidad. Esta mirada suele omitir otros factores estructurales: la falta de educación sexual integral, la ausencia de diálogo sobre fantasías, los vínculos monógamos sin revisión crítica.
Culpar al porno de todos los males de la vida sexual de una pareja es simplificar un problema complejo. La clave no está en demonizar el recurso, sino en revisar el modo en que se usa, el lugar que ocupa y, sobre todo, en poder hablarlo con la pareja si eso genera malestar.
¿Y si el porno genera distancia o desconexión?
Una de las preocupaciones más frecuentes de quienes se sienten molestas por el uso de pornografía en la pareja es la sensación de que este reemplaza o interfiere con la vida sexual compartida. Puede haber casos en los que la masturbación con porno sea preferida al sexo compartido, o en los que se usen determinadas fantasías pornográficas como único recurso de excitación.
Acá es importante poner en palabras lo que se siente y lo que está pasando. No para prohibir o controlar sino para entender qué está sucediendo. ¿Hay atracción? ¿Hay espacio para hablar de fantasías? Lo preocupante no es el porno en sí, sino el silenciamiento y las prohibiciones que hacemos sobre espacios íntimos e individuales.
La importancia de los acuerdos sensatos
Cada vínculo, más allá de su formato (monógama, abierta, poliamorosa, etc.), necesita establecer sus propios acuerdos. ¿Qué se considera fidelidad en este vínculo? ¿Qué se espera? ¿Qué se desea compartir y qué no?
Muchas veces, los malentendidos o decepciones surgen de la falta de conversación previa. Dar por hecho que la otra persona “debería saber” que algo está mal o que “debería adivinar” qué cosas molestan, es una expectativa poco saludable.
Hablar de autoerotismo, de porno, de deseo, de fantasías, forma parte de una comunicación sexual y afectiva sensata. No se trata de obtener permiso o de pedir perdón, sino de habilitar un espacio de honestidad, escucha y negociación.
Desde una mirada sexológica, la masturbación con porno no solo no es infidelidad, sino que puede ser un recurso valioso. Ayuda a conocer el cuerpo, liberar tensiones, descubrir nuevas fantasías, sostener la conexión con el deseo en momentos de crisis o incluso, para algunas personas, como una forma de autocuidado.
En algunos vínculos, incluso, el porno puede ser incorporado como parte del juego compartido. La clave está en que no sea una práctica vivida desde la culpa, el ocultamiento o la vergüenza, ni que se utilice como reemplazo de una intimidad que precisa ser revisada.
A esto se suma el peso de creencias como: si mira porno, es porque no me desea o si se masturba, es porque no me necesita, algunas personas sienten que son “reemplazados” o “insuficientes”. Es importante identificar que el deseo es diverso, fluctuante y no siempre compartido. Que no todo deseo tiene que ser socializado, y que la autonomía erótica es un derecho, no una amenaza.
¿Y si me molesta que mi pareja vea porno?
Sentir incomodidad frente a una conducta del vínculo no significa necesariamente que esa conducta sea dañina o indebida. Pero sí es una señal de que hay algo que necesita ser hablado, puesto en común. En lugar de caer en reproches, es más saludable preguntarse:
¿Qué me molesta realmente?
¿Qué creencias tengo sobre el deseo y el porno?
¿Qué expectativas tengo sobre el vínculo?
¿Qué acuerdos explícitos o implícitos hay entre nosotrxs?
El porno puede ser una oportunidad para conversar
En definitiva, masturbarse viendo porno no constituye infidelidad en sí misma. Pero sí puede ser una invitación a revisar los acuerdos, los deseos, los temores y los modos en los que se piensa el amor, el sexo y la autonomía.
En una cultura que todavía romantiza la fusión total, y que desconfía del placer solitario, recuperar la posibilidad de una intimidad individual sin culpa es un acto de soberanía erótica.
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